El Ebro y la extraña visita

 

 

Solíamos ir a bañarnos a un lugar llamado la Presa del Molino. Allí el río Ebro, el Hiberus flumen de los romanos, bañera y piscina de veraneantes, formaba un amplio remanso donde el agua aparentaba quietud y reflejaba como un espejo los tonos verdes de los chopos y los juncos, y de toda la abundante vegetación ribereña. Sin embargo, a un lado del remanso, al pasar entre unas rocas que eran como islotes cubiertos de arbustos, la corriente se aceleraba y el espejo se convaba hasta romperse en un caos de remolinos que acababan chocando contra una blanca pared de roca, lisa y casi vertical, de varios metros de altura, la cual, como un enorme muro de contención, se alzaba en la orilla opuesta presidiendo aquel bello paraje. En cuanto al molino, de él solo quedaban unas ruinas invadidas por la maleza, unos muros que apenas cerraban el recinto donde los bañistas más pudorosos se cambiaban de ropa. En el remanso se podía nadar y chapotear sin peligro, y había en su orilla un pequeño prado para extender las toallas y tomar el sol.

Bajar al río era toda una excursión, ya que había que caminar casi media hora. Salíamos del pueblo en dirección sur, pasando junto a la iglesia, para seguir luego el camino que cruzaba las fértiles huertas situadas en torno a la Fuente del Prado, y subía por la agreste Lomanilla, donde se respiraba el aroma de una vegetación de orégano, tomillo, espliego y gomenol. Bajando de la Lomanilla, se llegaba a Rasillos y, al pasar por aquellas fincas, gracias a la enorme cantidad de árboles que en ellas había, se podía hacer provisión de fruta fresca, propia o ajena, al gusto del viandante. Por último, el camino atravesaba la zona de terreno pedregoso donde estaban plantados los viñedos, y así llegábamos por fin a la ribera del Ebro.

Esta expedición la realizaba toda la familia, convertida en una larga hilera de porteadores cargados con bolsas, capazos y cestos, pues la idea era pasar el día en el río. Después de los baños de agua y sol, el campamento se trasladaba a la chopera. Platos y vasos de estaño, fiambreras, termos y botellas invadían el mantel que se disponía sobre el suelo, a la sombra de aquellos árboles tan altos cuyas hojas verdes y amarillas tamizaban la luz, al tiempo que sus ramas se agitaban sin cesar, con un suave susurro, movidas por la brisa que siempre se sentía en aquella zona de la ribera. En tal ambiente, como es lógico, el almuerzo iba seguido de una apacible siesta que a veces se prolongaba hasta la hora de la merienda.

Jugando a las cartas, leyendo o correteando por la chopera, llegaba el atardecer y se iniciaba la magia de la puesta de sol. La superficie del agua adquiría entonces unos tonos rojizos que alcanzaban su máximo de brillo en la espuma de los remolinos, mientras al otro lado del río la enorme pared de piedra cambiaba su color blanco por un rosa violáceo claro y luminoso. Para la mayoría este era el momento de emprender el camino de regreso a casa, pero mi padre sacaba entonces sus aparejos de pesca, montaba la caña, ponía el cebo en el anzuelo e iniciaba una serie interminable de lanzamientos del sedal, con esa insistencia paciente y esperanzada que caracteriza al pescador, aunque supiera de antemano que solo conseguiría, como mucho, algún barbo o un pequeño lucio. Las ansiadas truchas eran para los lugareños, que se metían al río y las sacaban a plena luz del día introduciendo el brazo en el fango de las orillas, en las cuevas donde estos peces pasaban aletargados las horas de más calor. Sin embargo, con licencia de pesca y aparejos reglamentarios no había modo de que las truchas mordieran el anzuelo.

Yo solía quedarme con mi padre, haciéndole compañía mientras él pescaba, y, como había que estar en silencio para no espantar a los peces, intentaba leer mientras quedaba algo de luz,  aunque la mirada se me escapaba una y otra vez del libro a la superficie del río, a la contemplación de los extraños movimientos de las libélulas y  los ágiles saltos de las truchas, mientras los sonidos del agua en la presa y el ruidillo intermitente que hacía el carrete del pescador me iban dejando amodorrada. Cuando oscurecía del todo, dábamos por finalizada la pesca y nos encaminábamos hacia el pueblo. Para que el camino de regreso no se hiciera tan largo, la costumbre era hacerlo cantando. Entre copla y copla, percibíamos de vez en cuando extraños ruidos y movimientos en la oscuridad, porque con nuestras voces y con la luz de la linterna espantábamos a algún que otro animalito que, más sensato que nosotros, ya se había retirado a descansar.

Sin embargo, una tarde, los espantados fuimos nosotros a causa de un extraño suceso. Estaba la tropa familiar recogiendo los numerosos enseres, cuando alguien dijo: “¡Mirad que estrella tan rara! No puede ser Venus…” Efectivamente, en el cielo vespertino había surgido un punto luminoso rojizo que otras veces no estaba allí. Mientras lo observábamos, el extraño objeto fue aumentando de tamaño y cambiando lentamente su posición, hasta situarse en línea vertical sobre nuestras cabezas. Su brillo era cada vez más intenso y estaba claro que se aproximaba a nosotros. Empezamos a sentir miedo. Hay que decir que en aquella época ya se hablaba de naves tripuladas por extraterrestres, aunque sabíamos muy poco sobre meteoritos y, en cuanto a los satélites artificiales, algo habíamos oído de uno ruso llamado “el Sputnik”, pero en los años 60, la época más dura de la “guerra fría”, cualquier información relativa a los artilugios que pudieran orbitar en torno al planeta era rigurosamente secreta.

Ante nuestra perplejidad, el objeto luminoso llegó a adquirir un tamaño similar al que puede alcanzar la luna cuando no está demasiado crecida, por lo que quedaba claro que no podía ser una estrella, y rápidamente llegamos a la conclusión de que se trataba de un platillo volante, que era como se llamaba entonces a los ovnis. Desde aquella nave, unos seres verdes o azules nos estarían observando y posiblemente tendrían intención de aterrizar junto a nosotros. Tras un momento de pánico en el que nuestro primer impulso fue el de echar a correr hacia el pueblo, decidimos que huir era una tontería. Si venían en son de paz, la orilla del río era un bonito lugar para recibirles. Y, si no eran amistosos, ni dentro de la torre nos íbamos a librar de ser fulminados por los invasores. Además, si Quecedo iba a pasar a la historia porque los extraterrestres aterrizaban allí, nosotros queríamos ser protagonistas de la noticia. Por otra parte, era seguro que se harían amigos nuestros, ya que se iban a sentir muy a gusto en el valle. Con gran placer haríamos de guías y les enseñaríamos Tejada y los Cárcavos, y el retablo de la iglesia, y le pediríamos a Mesio que los paseara en su carro de bueyes, porque seguro que en su planeta de origen los extraterrestres no tendrían ningún vehículo parecido. Además les invitaríamos a comer cangrejos y caracoles con aquellas salsas maravillosas que preparaba la abuela y, quién sabe, igual llegaban a probar el jamón de Chenchu y se achispaban con los vinos de Eusebio. Si ya teníamos unos franceses que acampaban tan felices con su rulote en la Dehesa, solo nos faltaban unos marcianitos que pusieran a Quecedo en las rutas del turismo interplanetario.

Y en esas estábamos, con algo de temor, pero al mismo tiempo expectantes e ilusionados, cuando nos dimos cuenta de que el objeto luminoso empezaba a reducir su tamaño. Si antes se había acercado, ahora se iba alejando. ¡Qué decepción más grande! Los muy tontos no querían aterrizar en Valdivielso. Bueno, tal vez se tratara de un primer viaje de exploración. Ya volverían otro día. Aunque en el pueblo nadie nos creyó cuando contamos lo que había sucedido, y dijeron aquello de “¡Hay que ver estos veraneantes, cómo le dan al vino!”, para nosotros, a partir de entonces, los atardeceres fueron más emocionantes. De vez en cuando, echábamos un vistazo al cielo para ver si el ovni volvía. Nunca lo vimos regresar, pero, como los tiempos siderales son muy largos, no hay que perder la esperanza. Solo habría que mantener segada la hierba de aquel pequeño prado junto a la Presa del Molino. La última vez que fui allí, la vegetación estaba tal alta y cerrada que no se veía el río. ¿Y si el platillo volante vuelve al mismo lugar y se despista o no consigue aterrizar? Porque es seguro que volverán. Y esa vez será para quedarse

 

 

Mertxe García Garmilla